viernes, 1 de julio de 2011

ERNESTO SERRALUNGA Y UN RECUERDO IMPERDIBLE

Mi abuelo, mi padrino
Escrito, desde Centenario (Neuquén) por su nieto Eduardo.

A veces lo urgente nos distrae de lo importante, dicen. Y ayer anduve ocupado en algunas cosas "urgentes". No me olvidé, sin embargo, del 9º aniversario del viaje al Paraíso de mi abuelo Ernesto Umberto (sí, Umberto, sin H)Serralunga. El abuelito se fue el 30 de junio de 2002 "con los auxilios de la Santa Religión y la bendición papal", diría una necrológica típica de La Nueva Provincia.

No se me ocurre nadie a quien ese frase de obituario le quepa mejor que a mi abuelo, que es también mi padrino de Confirmación. Cristiano católico cabal, iba a Misa todos los días, desde siempre. Fue secretario del Arzobispo Jorge Mayer, con quien tenía cierto parecido fisonómico, lo que le obligaba aclarar a más de un visitante de la Curia bahiense que "no se confunda, no soy yo monseñor; acompáñeme a verlo".

Mi abuelo se fue al Cielo sin saber que desde casi un año antes lo esperaba allí un tercer angel, mi tía Teresita, la mayor de sus tres hijas mujeres. Mucho antes se le había anticipado la tía María Inés, cuya ausencia -la de "la Nena" de la familia- les había cambiado la vida para siempre a él y a la abuela Panchita, que también nos espera para el día del definitivo reencuentro.

Supongo que ya les conté en este mismo libro de anárquicas anotaciones que yo pasé largas horas de mi infancia y adolescencia sentado en los sillones de cuerina bordó del departamento de calle O´Higgins escuchando atentamente al abuelo cuyas historias, anécdotas, opiniones y consejos eran para mí "la más maravillosa música", digo hoy, parafraseando a Perón, de quien hoy se cumplen 37 años de su muerte (insufrible manía la mía, ésta de mezclarlo todo). Mi abuelo tuvo -tiene- 22 nietos y en ocasión de las grandes reuniones familiares a mí me daba la impresión que mis primos le escapaban a la charla del abuelo, mientras para mí ejercían un magnetismo irresistible.

Como todos sus descendientes, he sido muy agraciado en la herencia. El legado moral del abuelo no tiene precio. Hace poco, papá rescató del placard del escritorio de aquel departamento dos enormes compendios de encíclicas papales. Yo seguí escuchando al abuelo ya de grande, cuando lo visitaba en mis periódicas idas a Bahía Blanca. Un día de esos "negociamos" que cuando él ya no estuviera, si yo seguía estando -esto es un agregado mío- esos tesoros bibliográficos que eran regalo de la tía Teresita pasarían a ser míos.

Estoy disperso y tengo un nudo en la garganta. Creo que no estoy escribiendo algo lindo, como mi abuelo Ernesto y su imperecedero recuerdo se merecen. Pero igual lo escribo, porque ayer estuve ocupado en cosas urgentes, que también son importantes. Y si a uno hoy le pasan cosas buenas e "importantes" es porque antes estuvo el abuelo y estuvieron las tías y la abuela. Yo tuve esa suerte, esa gracia de Dios. Tal vez algún día sea digno de tanta bendición.

Oigo decir que desde ayer en Bahía está nevando, acontecimiento inédito o muy poco frecuente en la ciudad en que nacimos el abuelo, mi papá y yo, así como la inmensa mayoría de los Serralunga.

Recuerdo unos caramelitos que parecían "piedritas nevadas" que vendían a granel en una dulcería de Moreno y Vieytes, en la Bahía Blanca de antaño. El abuelo las compraba cuando salía de su trabajo en Navallas & Llul -sepan disculpar si lo escribo incorrectamente-, una cuadra antes de la esquina mencionada, camino a casa.

El abuelo siempre tenía esos gestos cálidos conmigo, con nosotros. Ayer hizo frío en Bahía. Y en Neuquen también. Recuerdo de que el abuelo ya no está.

Publicado por Eduardo Serralunga en su blog -guarricosas.blogspot.com- el viernes 1 de jujlio de 2011.

1 comentario:

LA TRASTIENDA DE BAHÍA dijo...

Aún entrecerrando los ojos, no muy habitualmente llenos de lágimas, ha alcanzado a leer, entrecortadamente, tan hermosa evocación del "abuelo Ernesto" de Eduardo; que fue mi papá.
Al mediodía de un muy frío domingo de junio de 2002, estuve por última vez cerca (fui el último en hacerlo) de él, en la terapia intensiva del Leónidas Lucero, el hospital municipal de Bahía Blanca.
Afuera, la gélida temperatura "calaba los huesos". Pero había sol.
Adentro, en esa sala con espíritu más de despedida que de mañana, a sus casi 98 años (y 61 años de los míos), por primera vez, me había pedido que no lo dejara. Fue algo así como reclamar que hiciera aquello que quizás, puede haber deseado toda su vida; y yo también.
Pero ocurrió, apenas dos horas antes que nos dijeran que ya se había ido. Quizás, también, haya sido que ese últumo momento suyo me estaba reservado; a manera de extraña compensación, por haber sido quien más lejos estuvo buena parte de lo vida; por mi trabajo un poco; por algunas ausencias; y porque, a diferencia de mis hermanos, elegí un oficio no deseado, el mismo que me hizo en alguna medida notorio; públicamente expuesto por no haberle escapado nunca a decir lo que sentía; y por haber optado, también alguna vez, por ejecer un cargo polémico que me condenó injustamente.
Está claro que fui a contramano las más de las veces.
Paradójicamente, esas mismas posturas opuestas, supieron unirse, aunque nadie pareciera darse cuenta en situaciones que, sin manifestarlas, fueron de un encuentro no declamado pero sí ejercido. Como que me unió una amistad del recordado obispo, monseñor Jorge Mayer; como que hoy, como siempre, sigo ligado, entrañablemente, a la querida parroquia Santa Teresita del Niño Jesús, en la que esporádica pero buenamente me confieren el honor de ser lector; y como que, a través de toda la vida, he estado unido en espíritu al viejo y querido Colegio Don Bosco, como oratoriano de chico; como alumnos después; como exalumno; como padre de alumnos; y como abuelo de Renata ahora.
Hay muchas "estampas" más: una, la veneración por las tías (sus hermanas), en cuya casa pasé muchas horas de mi vida de chico; y seguí frecuentando hasta que todas ellas se fueran a gozar de la vida eterna. Una de ellas (Yuya), que me recibía cada vez en la puerta de Terrada 74, esperó para morirse, que llegara a abrazarla, al retorno de mis cotidianas idas a Médanos, un 10 de abril, vísperas de su cumpleaños, hace muchísimos años.
Hay muchas más, pero no alcanzarían todos los sitios para evocarlas; aunque una sí, merece que la rescate y es que todavía hoy, me identifican con El Bosque (claro, Barracas Central), el club del barrio al que le dedicó, él, muchas horas de su vida. Sigo siendo, aunque resulte impropio decirlo, fanático, como lo soy de Olimpo, a cuyo estadio empecé a ir de la mano del tío Lalo, su hermano menor, cuando yo sólo tenía apenas 7 años.
Por algo será, en definitiva, que aún desde la visión menos imparcial de la vida misma en su conjunto, haya querido escribir esto que es sólo un pobrísimo complemento de esa página de oro escrita por Eduardo. No podía haber una ocasión mejor.

Luis María