sábado, 20 de agosto de 2011

SIEMPRE HUBO UN DÍA DEL NIÑO


De otros y estos tiempos, historias para ser contadas…

No había, por entonces, un “día del niño” comercial, aunque sí, por aquellos tiempos remotos, se decía ya que “día del niño son todos los del año”. Y hasta se acuñó, se cumpliera o no, eso de “los únicos privilegiados son los niños”, apenas si un slogan de la época, borrado después de la caída del que fue considerado tirano y derrocado en septiembre del ’55, para pedirle que volviera (o “chumbarlo” para lo hiciera), 17 años después.

Pero esa es otra historia que no viene al caso, salvo al pasar.

Aquellos años, y no hay razón para negarlo, estaban de moda los “Evita”, o los torneos infantiles de todos los deportes, esencialmente el fútbol, el básquetbol y el atletismo. Alguna vez, camiseta raramente de color ¡amarillo!, ganamos en fila, un montón de partidos, conducidos por el inefable Homero Sicarelli, con los compañeros de la escuela 5. ¡Un equipazo!.

Muchas tardes/noches, cuando no había los riesgos de ahora, jugamos fútbol, casi en la penumbra, en la vieja canchita de Villarino al 500, frente a la casa de “los Fasano”, que hizo historia cuando, a sólo una cuadra de distancia, cobraba cuerpo la iglesia de Santa Teresita, desvelo permanente del querido padre Mesquida.

Eran esos tiempos en que alternábamos, invariablemente, entre la escuela, esa misma que hace un año cumplió 125 calendarios (y tuvimos la dicha de hablar en el acto protocolar, con la emoción que entrecortaba las palabras); la parroquia, todavía en Berutti al 300; la mesa de ping pong, en los altos del 343; las reuniones de los aspirantes de la Acción Católica; y los interminables paseos hasta Pompeya para jugar al fútbol; y el “Bosque”, Barracas Central, a cuyo equipo seguimos invariablemente de chicos, en las noches de verano.

Desde lo familiar, imposible olvidar la diaria visita (varias veces, además por cada jornada) a la vieja casa de Terrada 74, donde esperaban el “nono” (vuelta de la quinta de Thompson 343) y las tías, que son un recuerdo perdurable de nuestra niñez, traspolado incluso, con igual cariño, a quienes fueron y son parte de la historia siguiente, andando los ’60 y de allí mucho más.

Una particularidad, era la de los sábados, a la tarde, cuando llegaba el abuelo Juan, para su visita semanal; y un invariable paseo posterior en su ¿Kaiser Carabella?, junto a la tía Lety y los primos Baccini. Principiaba la época en la que dejó de haber clases los sábados.

Del “barrio”, imposible olvidar la entrañable amistad con María del Carmen (un año menor); y el inigualable afecto por los Boland (don Héctor, doña Rosa, Dina, Maco, Pochi y Santiago). Con “Santiaguito”, que niega que sólo lo separan apenas unos pocos 4 años, para llegar a los ’70, y convertirse así en septuagenario para las crónicas, es el caso de la amistad que, nacida en los años de la niñez, es para toda la vida. Y así es, felizmente.

Estampas, de aquellas vivencias, hay infinidad. Como los juegos de agua en los Carnavales; o la fogata de San Pedro y San Pablo, acunadas en muchas noches de acopio del material que iba a ser quemado. O las largas charlas en la esquina de Thompson y España (a metros vivían, de chicos, “los Linares”), cuando de ya unos pocos años más, fuimos dando vida al recordado Cruz del Sur.

Hubo, como suele ocurrir en todo tiempo, un “clic” (y no de la PC) que cambió rumbos. Y pasaron los años, entonces, cuando la vida encaminó a cada quien a distintos destinos.
Sin embargo, a más de 60 años de las horas evocadas, en un rincón del corazón, anidamos los recuerdos que no se borran.

Como en su momento llegaron Eduardo, Lucrecia, Claudia, Adrián y Mariano, después lo hizo Renata (9 años hoy), a quien le tocó el privilegio de ser la primera; y hace pocas horas, Dieguito, como signo de que la vida se renueva. Y habrá, felizmente, muchos “días del niño” para celebrar…

Luis María Serralunga

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