sábado, 29 de mayo de 2010

ALGUNAS HISTORIAS PARA SER CONTADAS

Como aquellas publicidades de otros tiempos que, no vigentes, pueden pasarse sin que se les compute como pauta de hoy en día, no está mal (aunque nunca se sabe), aludir a ciertas cosas que se recuerdan, como en este caso, pasados unos 47 y 48 años de ocurridas.

Este sábado (29) es, como todos los años, el Día del Ejército. No viene mal, entonces, “evocar”, casi desde el absurdo, algo de lo que pasó, casi medio siglo atrás, cuando a uno le tocó cumplir, con el que era, por entonces, el “servicio militar obligatorio”.

Desde el respeto que algunos hechos merecen, podría decirse que, en aquella ocasión, se “cumplía con la Patria”. Ninguna objeción que formular, en ese sentido (para no entrar en detalle). Desde otro ángulo (infinidad de razones para el vilipendio, plenamente justificado), “se hacía, durante un tiempo, aquello que no hacían los que habían elegido esa carrera” (y les pagaban por ello).

En mérito a lo que exige aquello de “si bueno y breve, dos veces bueno”, uno de los episodios. Madrugada del 29 de mayo de 1962: dos “soldados” por turno, debían hacer guardia (¿por qué?, sería una buena pregunta sin respuesta) frente a una casa ubicada en la Avenida Alem. Allí residía el segundo comandante del flamante Cuerpo de Ejército V. Nos “tocó” hacerla junto a quien por entonces era un colega en la redacción del matutino local (después notorio por sus testimonios desde Italia). Cayó una de las heladas más duras de la temporada. Y fuera por eso o por cualquier otro motivo (seguramente “importante”) el jefe de guardia del comando, en Sarmiento 40, olvidó enviar el relevo. Cuando ya el frío había hecho estragos en el cuerpo y en la paciencia, tomamos por la avenida y después por Sarmiento para “hacernos presentes” en el cuarto de guardia de la sede militar. Actitud susceptible de una sanción de aquellas. Pero ¡no!. Pasó por alto, porque era más grave la falta de quien pensaba en otra cosa. ¿En qué?, sería bueno saber.

Misma sede, horario “administrativo”. Nos correspondió, ¿en suerte?, una oficina en planta alta. Allí “convivían”, el jefe del servicio de bandas y el auditor del comando. El primero, concurría habitualmente. Al segundo, originario, según decían, de la hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires, no recordamos haberlo visto más de una vez. Lo cambiaron después, pero a su sucesor sólo se los reportó por poco tiempo. Era un mayor (abogado), que pasó pero sólo en un vuelo rasante y nada más.

Dos sargentos, como en los otros apuntes no vienen al caso sus nombres y apellidos, eran la dotación, uno para cada área. Por cierto tiempo, a órdenes de quien se ocupaba de algunos “acordes” estuvo Marianito Moreno, que al paso de los años apareció por aquí como Leonard Baccardi. Músico, pianista, cuya campaña artística era promovida, con mucho énfasis, por su papá, utilizando sus buenos contactos.

A uno, “de orden y en ausencia” le correspondió hacer los “dictámenes”. Se referían, por lo común, a desertores de un regimiento (el “4”, de caballería, que se titulaba “Coraceros General Lavalle”, de Junín de los Andes, o lugar cercano). Soldados de aquel tiempo desaparecían (¡cuántos hubieran hecho lo mismo!) y había que sancionarlos, “por si volvían”. Otro trámite, de rutina, era diligenciar algún cambio de nombres, como paso previo hacia el envío del expediente al Distrito Militar (¿…?), no sabemos ni por qué ni para qué.

Pero claro, antes de todo eso, sin motivo que lo justificase, había que pasar ¿virulana? por los pisos, antes de encerarlos dos o tres veces por semana. “Servicio militar obligatorio”, le llamaban a eso. Al margen: música por un lado; legales por otro. Algo así como amenizar los juicios orales de hoy en día con fondo de algún tema “de onda”. ¡Parece mentira!, pero aquello era real.

Junio de 1962. Vino a la ciudad Graciela Borges, para la “premiére” de “Propiedad”, uno de sus primeros filmes. Debimos entrevistarla y lo hicimos en el amplio hall (la confitería en rigor) del Hotel Austral. No nos percatamos, esa noche, de un “perchero”, detrás de los sillones, saturado de gorras militares.

A la mañana siguiente, horario de oficina en el comando, fuimos llamados por quien era el jefe del servicio de intendencia del lugar, quien interrogó sobre si estábamos autorizados a “vestir de civil”. Le respondimos que “teníamos permiso” para trabajar (en el periodismo, la ocupación habitual) y que esa tarea, obviamente, debíamos ejercerla sin usar el uniforme.

Resultado: un arresto, a cumplir en la compañía de comando y servicios, instalada en Villa Floresta. Era el 6 de junio, víspera del Día del Periodista. Por esa razón, comunicación mediante de un colega con el comandante del cuerpo, en el atardecer de ese día, pese a todo, “concedieron franco”, que se terminó a la jornada siguiente. Fin de semana “privado de salida” (términos de uso corriente en la “jerga” militar). El lunes, ya en el comando otra vez, se nos otorgó una credencial (similar a la que reemplaza el uso del documento), donde constaba la autorización para vestir “ropa de civil”, para cumplir las tareas habituales como periodista. Pero el reportaje salió cuando ya la presentación de la película de la “Gra” (Borges) estaba casi en el olvido, o bajada de cartelera.

Primeros tiempos del “SMO”, días de incorporación; asignación de destinos; y otras yerbas (aplicación de la “mágica vacuna”, muy mentada, incluida). “Recluta”, así se lo identifica hasta la jura, el 20 de junio, que sufre una caída, posterior al inyectable. Cronista del diario haciendo una visita “de rutina” (o no tanto) al cuartel, visualizando el ingreso de la clase 1941. Posterior comentario (al día siguiente), aludiendo, entre otros datos, al “accidente”. Réplica inmediata: los tres “soldados-periodistas”, ¡a Río Gallegos!, según orden de quien manejaba la cosa. ¿Qué; cómo; por qué?. Amenaza que no se llevó a la práctica, pero que estuvo ahí, de hacerse cumplir.

Distintos días, a lo largo de 1962. Aparecíamos, claro, en la lista del “personal” de guardia. La hacíamos, restringidamente, en horario de oficina; esporádicamente por la tarde. Nos suplían quienes, venidos desde la región, hacían el “servicio” en el Casino de Oficiales. Verdad o no tanto, cuidábamos, apostados en el frente del comando, más la “agencia de José” (“gana el rubio o el morocho, en Sarmiento 38”) que por décadas perteneció al tío “Lalo”, aurinegro hasta la médula. ¿Por qué nó?.

Comienzos de 1963. Ansiosa espera de la “baja”, después de un largo año “perdido”, porque eso de “servir a la Patria” estaba por verse… o había sido, simplemente, una cuestión opinable. Pero, a punto casi de volver a recibir el documento, incautado por más de 12 meses, ¡guerra!. Ejercicios de combate en Villa Floresta y, como si eso fuera poco, cuando los oficiales conocidos habían “desaparecido” de la escena, toda la “tropa de los viejos soldados” (clase 1941), “amontonada” (¿”acuartelada” sería el título?) junto a la nueva camada (1942), en el regimiento.

Fue la “guerra entre azules y colorados”, a la que jugaron los mandos militares. Efecto directo: la baja de soldados, recién llegó en mayo 1963. ¡Total!, ¿a quién podía importar eso de un mes más o un mes menos?.

Pasaron, de estos episodios, desgranados fuera de toda cronología, casi 50 años. Se notará que no hemos hecho mención a los protagonistas reales (los de efectiva condición militar), sin interrogarnos demasiado sobre la conveniencia o no de citarlos. Cíclicamente, eso sí, uno se ha preguntado para qué sirvió, en su momento, el “servicio militar obligatorio”. Un hecho impensado, lamentablemente unido al infortunio, terminó con ese “casi absurdo”, cuando corrían los años ’90. Final.

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